Hoy me pongo ante aquel niño que fuí hace unos 28 años y le miro a los ojos. Él me mira a los ojos. Me reconozco, me reconoce. Le reconozco rechoncho, con sus virtudes y sus defectos. Él me reconoce, con mis cicatrices, mis manías, mis arrugas y mis sueños. Se detiene... me mira bien y me sonríe. No hay decepción en su mirada. Se alegra de verme así y de verme vivo. Luego se va a jugar. He superado la prueba de la integridad. Aquel niño de ocho años que un día fuí está conforme de ver el adulto en que me he convertido. Él sabe que ese niño realmente sigue en mí. Por eso le dejo jugando, que es lo que los niños de ocho años deben hacer. Otro día volveré a verte, le digo, porqué de vez en cuando necesito mirarme en él para saber que sigo siendo yo. Hay que evolucionar, pero no traicionarse.
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